No podía ser de otra forma


Me gusta la noche



Amanezco muy, muy tarde, justo cuando se asoma la luna, cabecean los girasoles y se desperezan los grillos.






Me siento a ronronear tranquilo mientras mi amiga pide deseos mirando las estrellas.


Me gusta mirar la noche a medias...





... y saborear los más dulces sueños estando bien despierto.

Dejo que el cielo me bañe de azul hasta los bigotes...
... y justo antes de que salga el sol y los pájaros empiecen a cantar, me acurruco en un tibio rincón para soñar que estoy por despertar y que la noche me invita a pasear.
FIN.

San Isidro es de los gatos


Después de un azaroso y exhaustivo estudio, basado en las observaciones espontáneas de mis paseos, me doy el gusto de afirmar lo que ya intuía: San Isidro es de los gatos. Si bien parece una afirmación más poética que científica, los invito a mirar de reojo donde nunca miran y a detenerse donde nunca se detienen.

En cada casa, balcón, plaza y vereda hay rastros de los pasadizos que utilizan para desplazarse. Hay huecos en las junglas de de los jardines y en los cercos podados. Hay espacios camaleónicos, que usan para atalayar la cotidianeidad bajo el sol, que les brinda la cuota necesaria de modorra para merodear entre la realidad y los sueños.

Los felinos disfrutan de aquellos sitios recónditos que guardan las enredaderas; murallas vivientes y frondosas que los camuflan de toda posible invasión. Los movimientos elegantes de sus colas, son capaces de captar la mirada de un niño e hipnotizarlo a través de un encantamiento que pone en ejercicio el sentido visual por encima de cualquier otro. Sólo ellos poseen la capacidad de improvisar esos conjuros y obtener un efecto inmediato.

A primera vista, pareciera que San Isidro le pertenece a los árboles. El logo municipal del 300 aniversario y la evidente concentración de verdes respaldaría esta teoría. También podría suponerse que le pertenece a los perros. Los reiterados deshechos que minan el espacio público son prueba directa de ello. Marcan su territorio a lo grande, mediano y pequeño en gran parte también por nuestra culpa, pero esto además demuestra que no conocen los rincones que habitan esos seres fabulosos y serenos de mirada profunda que los miran pasar a lo lejos.

Por eso, señores, señoras, niños y niñas, lo reitero nuevamente y con seguridad. Contrariamente a lo que creemos, este barrio está muy lejos de pertenecernos. Nosotros simplemente no lo cuidamos ni sabemos como vivirlo dignamente. Lo ensuciamos cada vez que podemos, no nos detenemos a admirarlo y sobre todo a mimarlo como se merece. Es evidente que no le pertenece a los perros, ni a los árboles variados que lo observan desde la quietud silenciosa, ni a las palomas glotonas que se concentran en las plazas, ni a las flores pulcras que adornan los balcones y los frentes de las casas.

San Isidro se identifica con la astucia felina y con su eterno estado de alerta disfrazado de siesta. Los gatos lo conocen al milímetro de sus finos bigotes, desde su vida doméstica y desde su faceta salvaje e intacta. Y esto abarca tanto a los callejeros huesudos de pelo estropeado como los de fina estampa, pelaje envidiable y vivienda reluciente. Todos ellos están al tanto de las alturas y pasadizos que han recorrido alguna vez con sus garras. Todos ellos son dueños y señores indiscutidos de este lugar.

Vidas cruzadas











Marianna Vladimirovna Werefkin fue una pintora rusa nacida en 1860. Inició sus estudios con Ilya Repin, un reconocido pintor realista que solía frecuentar Abramtsevo, un lugar mágico impulsado por Sava Ivanovich Mamontov, empresario y mecenas que desde su juventud demostró tener una gran sensibilidad artística.

Abramtsevo está ubicado en las afueras de Moscú y hoy por hoy es un museo que inmortaliza la vida activa que solía desenvolverse en esa colonia que albergaba grandes talentos dedicados al ejercicio del arte en la mayoría de sus formas. Fue allí donde tuvo lugar la primera ópera privada rusa y donde dio sus primeros pasos el mismísimo Chaliapin.

Repin perteneció a un círculo importante de pintores tales como Vasnetsov, Vrubel y Serov que fueron parte importante de la vida en Abramtsevo y del aporte de identidad y realismo que tuvo el arte ruso del Siglo IXX.

En 1892 Marianna Werefkin conoce a A. von Jawlensky e inmediatamente después a Vasily Kandinsky, otros dos artistas rusos con quienes compartiría su inclinación por el expresionismo.

Muchos años más tarde, más precisamente en 1952, Tatiana Petrovna Werefkin, descendiente de Marianna y Sava Andreevich Mamontov, descendiente de aquel Mamontov patrono de las artes, contraen matrimonio en Buenos Aires y tienen tres hijos. El mayor de ellos es mi padre.

Hay familias que se cruzan y entrecruzan. Algunos misteriosos vientos sacuden las ramas de sus árboles genealógicos para rozarse durante varias generaciones. Mi familia es una de ellas. Y este fue sólo un capítulo, perdón, un ejemplo.

Les dejo una foto de la casa principal de Abramtsevo, un autorretrato vibrante de Marianna Werefkin, un clásico de Kandinsky y un retrato de Sava I. Mamontov pintado por Repin, como símbolo de lo escrito y para recrear un poco la vista.

Aureola


Disfruto del hallazgo de lo perfecto en lo imperfecto y viceversa. Es como reparar en las arrugas que rodean los ojos en plena carcajada.

Es algo así como la inspiración que proviene del dolor o como el sueño profundo que surge del agotamiento. Un ingrediente efímero que brota en todos los momentos cruciales, la reconciliación después de la discusión, la lluvia intensa cuando no hay que salir de casa, la música vibrante de una palabra impronunciable o la aureola que parece arruinarlo todo para luego develar una belleza inesperada.