Visité
Abramtsevo por primera vez en 1994, volví en 2001 y recientemente en 2018
cumplí el sueño de llevar a mi hija de 9 años a conocer la historia de nuestra
familia.
Encontré
una versión mejorada del museo, de sus colecciones y de las formas en las que
están expuestas. Nuestra guía, una mujer sumamente amable, nos brindó
información completa y contundente. También noté esmero por preservar y
promover tanto artistas como artesanos regionales; una decisión inteligente, ya
que después de todo, son sus manos las que resumen el presente creativo,
otorgándole al lugar, un halo que honra la inspiración pasada.
La casa
principal y las construcciones aledañas transmiten una mezcla de invaluable
simpleza y respeto por el trabajo, donde uno imagina conversaciones
interesantes, intercambios constructivos, miradas cómplices, escenas cotidianas
y por qué no, confesiones inesperadas. El recorrido por cada una de las
habitaciones y sus respectivos objetos encienden inevitablemente la
imaginación.
Uno se cruza
con Vera Mamontova posando con los duraznos en el comedor, con Gogol hundiendo
su pluma para escribir alguna genialidad y con Vrubel fusionando técnicas con
identidad experimental. Me permití viajar en el tiempo imaginando largas y
jocosas sobremesas, donde habrán surgido guiones que luego se representarían
tras el cortinado teatral de la sala principal de la casa.
Se oye el
tallado de las primeras muñequitas redondeadas, símbolos de la familia y la
maternidad, aunque no haya, en todo el museo, una sola referencia a la primera matryoshka. Lo que hoy representa el
souvenir nacional ruso por excelencia, fue alguna vez, una idea que tuvo Elizabeta
Mamontova luego de un viaje a Japón de donde trajo algunas muñecas típicas,
pero al parecer en Abramtsevo ese hecho se perdió en uno de los tantos follajes
secretos que rodean la casa. Para mi sorpresa, no encontré allí ni una sola
matryoshka, y menos aún, una réplica del primer ejemplar.
Pero fue el
jardín de Abramtsevo lo que logró atravesarme. Sus árboles, sus canteros
prolijos, sus tallos crecidos, sus puentes arqueados, sus numerosas sendas, sus
aguas, pájaros y mariposas, todo aquello que aun respira es el tesoro más
preciado. Es testigo de la transformación, de la historia y de la conjunción de
seres que por allí continúan paseando en busca de paz.
Allí afuera
es donde yo encuentro el reflejo de todos los objetos que yacen dentro del
museo. Los verdes son tan infinitos como los brillos de las mayólicas, los
frutos son tan vibrantes como las pinceladas figuradas por diversas técnicas, y
se oyen hasta los ecos sutiles de alguna canción lejana que desafía la variable
del tiempo.
La
naturaleza representa la apertura a la inspiración, musa indiscutida de tanto
talento. La brisa me empujó a entrar en los jardines internos en un intento por
comprender los pensamientos y las decisiones de quienes tuvieron la suerte de habitar
tanta belleza con el incentivo de recrearla. Sentí la fuerza y la vitalidad del
sol invitándome a respirar lejos del ruido. Esa debe ser, la constante que
atraviesa el tiempo.
Sin duda,
la atmósfera de Abramtsevo es el ideal de cualquier artista. ¿Quién no
desearía, acaso, despertar cada mañana con la única preocupación de superarse
creativamente, dando la mejor versión de sí mismo y como si esto fuera poco,
gozar del proceso inmerso en semejante entorno natural y social?
Pero más
allá de las producciones artísticas, por encima de la copa de los árboles y de
los afamados pintores, escritores y demás artistas, lo que acaba por dar mayor
regocijo a mi corazón, son las buenas intenciones de las personas que
trabajaron desinteresadamente alentando el arte, la educación y la identidad
cultural.
Mi recuerdo
se confunde con admiración y ya no me preocupo demasiado por diferenciarlos. La
certeza que me inunda, es que no soy la misma desde que visité Abramtsevo, y
por ello, estaré eternamente agradecida.
Kira S. Mamontova
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